Historia porteña del encebollado

Por: Tomás Rodríguez

El encebollado, sostengo, dispuesto a toda bronca, nació en 1963 en el suburbio oeste de la ciudad de Guayaquil. Más concretamente fue en las puertas polvorosas de las escuelas fiscales, como fiambre de cuatro reales para la infancia escolar. Se lo llamaba ceviche de balde, y se lo comía en un pequeño postillo de hierro enlozado que era vaciado por un cucharón de aluminio desde un balde de hierro enlozado. El vendedor de oficio, siempre varón, con gorro y camiseta, lo expendía en modalidades de pago, directo o al fío, porque existían niños que solo tenían dos reales y de una rebusca próxima, ofrecían o prometían el pago restante.

La parroquia Febres Cordero, calle 29, hoy, mañana y siempre, la más representativa de la cultura popular y el folklor urbano guayaco, vio multiplicarse los encebollados en la década de los años sesenta y setenta. Lo vio desarrollarse como plato escolar, infantil, democrático, pluralista, alternativo y suplementario,  jamás cuestionado por madre alguna ni profesor represor. Ellos lentamente se incorporaron  al encebollado en forma medio clandestina, pues lo mandaban a comprar  de reojo en ollitas arrugadas de aluminio.

Receta secreta de vendedores que a la vez eran los cocineros, tesoreros, administradores y gerentes, (sin derecho a equidad de género, porque jamás se vio una vendedora) sabían su fórmula mágica. Se rompió el secreto,  por la delación de algún claudicante e infidente, o  quizás  haya sido un demócrata extremista que lo haría popular, conociéndose de la emocionante presencia del ají peruano, el albacora y la yuca. El encebollado, plato infantil de mi ciudad, de mi suburbio y sus esteros, empezó a deambular cuando se expandió el negocio y salió por las calles de la escuela, a los barrios, rondando siempre la esquina y ahí se encontró con  muchas otras cosas.

El vendedor del ceviche de balde empezó a estacionarse “en  toda la esquina” en los partidos de indor fútbol, los clásicos partidos con dos piedras de arco y con goles  que raspando la tierra para ser gol. Y ahí fue, refrigerio de niños y adolescentes que en el primer gol (no había tiempo, se ganaba el partido por goles y tenían que ser dos) o al término del juego se comía el platillo acompañado de un vaso de limonada, jugo de naranja o funda de agua helada, no era raro que el que perdía pagaba la cevichada.

Pero, en el suburbio porteño, los niños de  los setenta teníamos  otras alternativas deportivas, el indor, el boli, el cincuenta en palo, la avanzada y el bate, este último  muy popular béisbol rústico, heredado de la muy particular afición guayaquileña única en el país. En todas las jornadas deportivas infantiles fue haciendo su presencia infalible el vendedor de encebollado.

El encebollado fue dejando su inocente nombre de ceviche de balde para adoptar definitivamente su nombre propio; que además, para muchos es impropio porque debería llamarse el enyucado por el aporte más contundente del tubérculo al plato. A lo largo de todos los años sesenta jamás se podría concebir un encebollado comprado en otro sitio que no sea una puerta de escuela o una esquina; juraría que cualquier vendedor hubiese considerado una herejía, poner un puesto de encebollado. Toda la mitad de los años setenta preservó, no esta tradición, sino esta regla intocada, encebollado de balde, en la esquina y en pocito chiquito.  “El que quiere más cómprese otro” era la consigna.

Infanto juvenil ya, el encebollado, deportivo y esquinero tenía melodía propia en las canciones que salían vociferando de las puertas de la vecindad y ahí estaban Julio Jaramillo, con su negro azabache a medias, con el Olimpo Cárdenas, la Carmencita Lara con “¿amigo por qué  tomas tanto?”…., Daniel Santos  con… “yo no he visto a linda” y Lucho Barrios con el tísico…no me beses que estoy muy enfermo….  eso sí  que era una fiesta de lujo; jugar, correr, festejar, escuchar al Julio y comerse el encebollado.

Los hippies también lo  comieron, arrimado el pantalón campana a la rodilla, recogiéndose la melena para que no caiga al plato, genuflexos como reverentemente se  lo debía comer, se pegaban dos por lo menos entre melodías de  los Beatles, o canciones románticas de Leonardo Fabio y Sandro “trigal…entre tus manos me dilata, me comprime, me  arrebata…”

De la parroquia Febres Cordero, se extendió el encebollado a la Letamendi y creció entre Barrio Lindo, la Chala y Cristo del Consuelo para irse afincando por primera vez en la segunda mitad de los setenta en pequeños quioscos y en lugares de venta. El sacrilegio se dio en esta zona, la Febres Cordero siguió resistiendo y aún ahora  quedan  nostálgicos, vendedores de esquina, pero en la Letamendi y sobre todo en la calle Cuatro de Noviembre asomaron los puestos de venta que alguien decidió llamarlos picanterías.

Para no quedarse atrás en la marcha de la historia, los vendedores de la Febres, cambiaron el balde de hierro enlozado con una gorda  olla de aluminio montada en un triciclo con derecho irreductible a la esquina, …rondando siempre tu esquina… y hasta el día de hoy se vive esta pasión.

Y  llegó al centro por donde tenía que llegar, por cerca de la ría, por cerca de los pregoneros, por cerca de las putas de  la Bahía y de ahí fue caminado o soplando en todas direcciones, sin dejar de llegar los domingos al modelo,  para bacanearse con el triunfo del ídolo de la afición porteña, zaafa shhh…y el encebollado con  maíz tostado, con chifle, con pan o con canguil, con el infaltable compañero de jornada que era y es el juguero, perdió su inocencia y se hizo adulto y pendenciero, se hizo matador de chuchaqui, levantamuertos, ajusticiador de modorras, acompañador de cervezas y aperitivo de rumba. El encebollado, más masculino que el puerto, llegó a las madrugadas del mercado del sur a disputarle el derecho  a existir  al riquísimo pescado frito de los maricones; y ahí llegamos,  todos…adultos, tristes, poetas, ermitaños, con hembra al brazo o con hembra ausente radicada en la nostalgia, medio plutos llegábamos, a  matar el chuchaqui con un encebollado o a rehabilitarnos después de una buena vomitadera.

Y como debe ser, guayaquileño y sufridor, bacán y bacansísimo, el encebollado no podía ausentarse en hora alguna, y hoy sólo en Guayaquil se come encebollado las 24 horas del día.  Se lo encuentra en las mañanas en todas partes como a Dios, en las tardes en miles de triciclos en el suburbio su sede nacional, en las noches en la Cuatro de Noviembre y en las madrugadas en la Cuatro de Noviembre, en la placita o en la Caraguay.

Y el plato porteño fue migrando por la patria, a veces mezquina con el puerto, llegó a Manta pero antes a puerto Bolívar, se perdió en Esmeraldas  entre cocos  vegetales y humanos, llegó hasta san Lorenzo y no sé por qué razón  trepó a  la sierra, respetable  tierra del yaguar locro, el hornado y la fritada. El encebollado, el ingenuo e infantil, el juguetón y esquinero encebollado se hizo nacional.

Recomendación estricta: no coma encebollado en sitio aniñado, no me gusta llamarle pelucón. Me pegué una vez, uno en la canoa y “verga de encebollado”, casi me intoxico; me pegue uno en Urdesa y mejor estaba la manaba que me lo sirvió, me pegué uno en Quito y mejor me hice el quite.

Bueno les dije lo que pude ya basta por ahora, me dirijo a comer un encebollado.

Receta para los que quieran hacerlo en casa:

Hierves la yuca, la buena, no la turra, la efectiva, la que se hace mierda cuando se cocina.• cocinas el albacora con sus condimentos aparte, pilas; si estas chiro y no te alcanza, compras el bonito y lo hierves tres veces botando el agua para que no quede mariscoso• curtes la cebolla y le pones bastante limón, si quieres le pones tomate, mezclas todo y picas bastante yerbita de la que no se fuma. Al servir, medio aguacate, el vaso de jugo de naranja y zas, buen provecho.

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